jueves, 12 de diciembre de 2024

 La última noche de todos los hijos de Gloria Pardo

La memoria, caprichosa y tierna, comienza a desdibujarse, pero nunca olvida lo esencial: las sonrisas, los abrazos, los besos y las caricias que nuestra madre compartió con sus hijos y nietos. Aquel 7 de diciembre nos reunió en Bogotá, como si el destino supiera que aquella sería una noche especial. Luis Arturo llegó con Angélica, Juliana y Daniela Viña Tovar. Yo estaba con mis tres hijos, Rafael con los suyos y Manuel Darío con su esposa. Éramos el reflejo vivo del amor de mamá, unidos por sus brazos que siempre supieron cobijarnos.  

Las tradiciones tienen raíces profundas, y esa noche nos subimos en la camioneta de mi hermano, la misma que en Ibagué transportaba niños, para recorrer los parques del norte de Bogotá: Virreyes, la 93, Santa Bárbara… Cada espacio brillaba con luces mágicas que parecían susurrar recuerdos. Entre risas y fotografías, inmortalizamos momentos que, sin saberlo, serían los últimos bajo la mirada amorosa de nuestra madre.  

Catorce años después, ese recuerdo regresa a mi mente con la fuerza de lo eterno. Pienso en el día en que Tutu me ofreció su hogar para que mi hija mayor, Gloria Nathaly, pudiera regresar a Ibagué y terminar su carrera de Derecho. Era su forma de amar: silenciosa, práctica, generosa. Extraño esos abrazos solidarios, esos gestos que decían más que mil palabras, poque nunca le asustó el rugir del tigre.  

Esa noche, al terminar nuestro recorrido, encendimos velitas de colores. Cada una tenía un nombre, un propósito, un agradecimiento. Eran pequeños altares de luz para celebrar lo logrado y pedir por el año venidero. Ninguno imaginó que la guerra, con su dureza infinita, nos dejaría incompletos. Pero incluso en el dolor, supimos encontrar consuelo en la sabiduría de nuestra madre, que siempre nos enseñó a transformar la pérdida en amor.  

Cada 7 de diciembre, enciendo una vela Tutu, por ella. Agradezco su generosidad, su alegría y la luz que sembró en nuestras vidas. Acompaño su memoria con tres velas más, dedicadas a Angélica, Juliana y Daniela. Y mientras las llamas bailan, siento que su espíritu sigue encendido en mi corazón, iluminando los rincones más oscuros de la ausencia.  

Para algunos, este ritual puede parecer insignificante, pero en el mundo espiritual es un acto de amor puro. Es un momento mágico donde no solo agradecemos lo recibido, sino que recordamos a quienes, aunque ausentes, nos acompañan desde la eternidad.  

Extraño cuando las velas se fundían en una sola, creando formas que mi madre interpretaba con ojos llenos de esperanza. Para ella, esas figuras eran revelaciones del porvenir, mensajes de un universo que nunca deja de soñar. Tal vez era una ilusión, pero en el fondo, ¿no es la esperanza también una forma de realidad?  

Que las velas del amor y la esperanza se enciendan en todos los hogares. Que el recuerdo de quienes partieron siga vivo en nuestras almas, porque la eternidad no es más que eso: mantener la memoria de quienes amamos y dejaron una huella imborrable en nuestros corazones.

lunes, 19 de agosto de 2024

Los 50 años de Adriana y la casa de Interlaken

Los que nos fuimos con la excusa de los 50 de la prima

El cumpleaños de la prima Adriana fue la excusa perfecta para que esa primera generación de primos decidiera viajar a Panamá y celebrar juntos sus 50 años de vida. Dos semanas después, los recuerdos del viaje resuenan en mi memoria, evocando aquellos primeros años donde la casa de la abuela materna fue testigo de nuestras travesuras infantiles.

La casa de Interlaken era tan grande que, cuando la vendieron, su terreno se convirtió en una clínica. Nunca entré en esa nueva edificación; preferí quedarme con los recuerdos del jardín interior que los sábados regábamos mi hermano mayor y yo, bajo la supervisión de la abuela Inés. Desmalezábamos las diferentes plantas, recorriendo ese verde que nos llevaba hasta un "Rincón Santo", así llamado por el tío mayor, quizá porque en esa biblioteca nos esperaban más de 500 escritores de todo el mundo.


Los nietos, bisnietos y tataranietos de doña Inés, 2018

Regreso a esos sábados con la abuela. Cada nieto que llegaba debía ayudar no solo con el riego de las matas, sino también a recoger los aguacates que caían del árbol vecino, para luego ser parte de alguna de nuestras comidas familiares.

En la puerta del jardín estaba el acuario con peces de colores vivos como el naranja y el azul, junto a la famosa “cucha” de color café que ayudaba a limpiar el vidrio. Sabíamos que el primer sábado de cada mes debíamos disponer nuestro tiempo para dejarlo como un espejo, como decía la abuela, la casa de los peces que nos acompañaban.

Primera comunión de Tutu y Oscar con los primos Carlos, Adriana y Pablo Andrés

Éramos tan pequeños que para realizar esa tarea traíamos una butaca, y con una red verde sacábamos uno por uno a los peces, con la mayor delicadeza, conscientes de que sus vidas estaban en nuestras manos. Cualquier descuido podría ser fatal.

Al final, todo era una fiesta. Con el acuario limpio, la manguera tomaba vida propia y terminábamos empapados, corriendo por las lajas del gran jardín, mientras más de cinco primos disfrutábamos de la grandeza de la casa de Interlaken. Así eran las mañanas de los sábados.

El almuerzo se servía en el comedor principal, con sus 12 puestos ocupados por los tíos, abuelos e invitados que nunca faltaban. A nosotros, generalmente, nos tocaba en la cocina, un espacio más grande que muchos apartamentos actuales. Todos subidos en el gran mesón, comíamos en gavilla, reíamos de las travesuras del día y nos preparábamos para las tareas que la abuela nos tenía dispuestas para la tarde.

En la primera comunión de Adriana

Si le preguntaran a los primeros 20 nietos quién no tuvo que lavar las más de 2,000 miniaturas de la abuela que reposaban en vitrinas de cristal, todos responderíamos al unísono que sí nos tocó, y con crema de cobre debíamos dejar como espejos las figuras de bronce que adornaban el bar y las dos salas, especialmente. Esa era la tarea de las tardes, supervisada por la abuela, quien a veces nos contaba las historias de Scheherazade en "Las mil y una noches".

Eran tiempos en los que solo había un televisor y, como mucho, tres canales. La democracia para decidir qué ver la ejercían los mayores, y nosotros éramos meros espectadores de las diferentes series. Aunque los sábados por la mañana, antes de levantarnos, podíamos ver nuestra seguidilla de programas como "Grandes Héroes de la Biblia", "Pequeños Gigantes" y "Los Súper Amigos".

El abuelo nunca veía televisión de frente. Se acostaba en un sofá con cojines blancos, dándole la espalda a la pantalla, que ya mostraba colores pálidos. A través de un espejo ovalado con un marco estilo Luis XV, miraba las noticias, o quizás contemplaba a la abuela, que se sentaba en la reclinomatic. Nadie podía hablar en esos momentos, solo escuchar, incluso sus propios hijos. Era el momento de enterarnos de la realidad nacional, para luego comentar las noticias durante los comerciales.

El alboroto de los nietos nunca fue un problema; uno a uno nos íbamos a otros espacios, como el jardín exterior para jugar con el balón, o al patio donde se secaba la ropa. En una ocasión, en uno de esos cuartos que servían de bodega para los colchones del almacén de muebles "La Gloria y la Feria del Mueble", imaginamos que era una gran piscina. Al final, salimos tiznados de esa pileta de espumas donde el plástico protegía los colchones de 140 x 190.

Parte del jardín exterior de la casa de Interlaken

En cada ola de ese mar del Pacífico, recordábamos anécdotas. Eran tiempos en los que el vestuario de todos los tíos estaba a nuestra disposición, incluyendo los trajes de gala plisados guardados en medias de mujer, que también formaban parte de nuestras tardes o noches de presentación familiar.

La hermana de la abuela era actriz de televisión; la bisabuela, trapecista en el circo de Atalaye; y la abuela fue cantante antes de emprender la titánica tarea de traer 10 hijos al mundo. Los tíos eran todos aventureros, sin importar el género, lo que explica que las mujeres de la familia tengan ese sello de libertad en su ADN.

En fechas especiales como cumpleaños o novenas, los primos nos reuníamos para emular a los tíos. Los dos mayores representaban al dueto Los Tolimenses; las hermanas cantaban magistralmente las canciones de la época; y nosotros actuábamos, primero con las obras de la tía abuela Sofía, y luego, con pura espontaneidad.

Así fueron sumándose los nuevos primos, y aunque se podía actuar en bloque, las camadas por edad iban perfeccionando el arte del histrionismo en nuevas propuestas que siempre captaban la atención de los mayores, cuyo aplauso alimentaba nuestro ego.

En el centro de la casa había un lago artificial de 6 x 6 metros y 30 centímetros de profundidad, con dos pequeñas islas para los rosales del abuelo, un hongo-lámpara y siete enanos. Solo a finales de año se vaciaba para construir el pesebre, otra fiesta de integración inolvidable para quienes tuvimos la oportunidad de construir los barrios de Belén o el establo donde nacería Jesús.

El abuelo había plantado un rosal en el jardín exterior, al lado de la ventana del cuarto de las tías. "Sus espinas no las dejarán salir a los bailes", decía Cirineo, pero ellas, con la destreza heredada de la bisabuela, eran como contorsionistas: salían y entraban por esa ventana sin dejar rastro de las espinas, salvo el olor de las rosas en primavera.

Lo curioso de los rosales del lago es que, tras la muerte del abuelo el 4 de diciembre de 1979, las rosas rojas parecieron desaparecer, como si las hubieran colocado en las coronas que acompañaron su cuerpo, pues nunca volvieron a florecer. Aunque el abuelo no era muy aficionado a regar los rosales, sabía que su jardín mayor, nutrido desde el amor, siempre daba buenos frutos.

La abuela Inés y mi madre, Gloria

La casa de Interlaken permanecerá siempre en mi memoria. Mi madre, Gloria, la viuda rebelde, sabía que salir a divertirse con sus compañeros luego implicaría un sermón como el de las Siete Palabras. Un espejo estratégicamente ubicado en el corredor nos permitía apreciar las charlas entre el abuelo, la abuela y mi mamá. Y cuando hacíamos alboroto junto con las tías menores, el abuelo levantaba la mirada y todos corríamos despavoridos a los cuartos.

Fueron tantas las anécdotas contadas por los siete miembros de la tercera generación reunidos en Panamá que el cumpleaños de Adriana se convirtió en la excusa perfecta para divertirnos, recordar a los abuelos, a los tíos y a los demás primos, con la promesa de seguir aventurándonos, sumando a otros primos; contemplando el mar y trayendo a la memoria nuevas historias de nuestras aventuras en Interlaken. Porque siempre habrá olas, y en la frágil memoria encontraremos nuevos recuerdos que nos permitirán reafirmar que somos parte de la fuerza de una familia, los Pardo.